Cuando ya era presidente, John F. Kennedy solía ir de visita a la casa de su hermano Robert, entonces, fiscal general de los Estados Unidos. La casa tenía un gran patio y dos piscinas, una para principiantes y otra más grande.
Pero como la misma dueña de casa, Ethel Kennedy, la llamó, la casa era un “manicomio”, sucia, desordenada e impredecible. Y casi se puede decir que esto era inevitable pues habitaban en ella ocho niños que no eran precisamente unos angelitos.
A esto hay que agregar que eran muy amantes de los animales y más de un visitante podía confundir la casa con un zoológico: iguanas, serpientes, pajaritos en jaulas, caballos, roedores.
También tuvieron, por un breve período un coatí. Los días del coatí en la casa, terminaron una vez que atacó a Ethel, mordiéndole una de sus piernas, cuando estaba enseñándole la casa a unos periodistas.
Y una foca, la cual comía diez libras de pescado diariamente. Un día la foca apareció en una tienda, a una milla de distancia, aterrorizando al dueño y a sus clientes. Fue enviada al zoológico de Washington.
Niños y animales estaban donde sea, adentro y afuera; montando caballos, tirándose a la piscina, inflando globos, que hacían estallar detrás tuyo. Y para completar el cuadro, cerca de la piscina grande estaba instalada una rocola (aparato de reproducción de música, accionado con monedas), la cual siempre funcionaba al máximo volumen.
En una oportunidad, John Kennedy tuvo una conferencia con consejeros de alto nivel junto a la piscina grande, mientras la rocola irradiaba su música, como de costumbre, a todo volumen y los niños se tiraban al agua luego de una veloz carrera. ¿Qué asuntos de importancia habrán tratado en esa reunión?
Los que conformaban el círculo cercano del presidente conocían muy bien su informalidad para tratar algunos asuntos de estado. Y siempre había sido así. Con tan sólo 29 años, Kennedy logró ser elegido miembro de la Cámara de Representantes (cámara baja) del Congreso de los Estados Unidos. Muchos se preguntaban si él era lo suficientemente maduro para el trabajo. Kennedy sorprendía (por decir lo menos) a algunos viejos Representantes, presentándose al comedor del congreso en zapatillas y vistiendo un suéter andrajoso, siendo a menudo confundido con un paje. Para evitar estas situaciones embarazosas el Congreso decretó que, en adelante, los pajes debían vestir una chaqueta azul a rayas con una corbata negra.
Kennedy tenía una secretaria, casi de su misma edad, llamada Mary Davis, quien pensaba que su nuevo jefe tenía un comportamiento “bastante despreocupado”. Pronto se dio cuenta que él prefería hablar de football a discutir los detalles de la legislación pendiente, y que no disimulaba su aburrimiento durante las reuniones con sus colegas. Davis dedicaba buena parte de su tiempo a realizar llamadas telefónicas, a fin de localizar objetos perdidos por su jefe en taxis, aviones, tiendas: abrigos, cámaras, radios. En ese tiempo, Kennedy rara vez llevaba un maletín. “Gracias a Dios”, decía Davis, “lo habría perdido también”.
Pero esa informalidad le venía desde mucho antes. Al pasar la adolescencia, el joven Kennedy adoptó una costumbre que heredó de su madre: nunca llevaba dinero consigo. Pero no se crea que había decidido usar solamente tarjetas de crédito en vez de efectivo, como muchos hacen hoy en día. En ese entonces las tarjetas de crédito no existían; estamos hablando de la década de los 40. Pero eso no le impedía salir con amigos o con mujeres, a quienes había invitado a salir, las cuales, a menudo se veían en apuros, pagando taxis, comidas o entradas de cine. Algunos de sus amigos se dieron cuenta de que la única forma de recuperar su dinero, era enviar sus propias facturas a la oficina del padre de John, Joe Kennedy, una de las personas más ricas de los Estados Unidos.