Estudié primero y segundo de primaria en una escuela, de la cual, muchos años después, con gran sorpresa de mi parte, me enteraría que le decían “el colegio de las brujas”. En ese tiempo (en primero yo tenía siete años) el colegio era para mí como otro cualquiera, pero hoy, recordándolo, me doy cuenta que la gente tenía razón en llamarlo así. Era la típica casa con dos o tres techos en punta, como una “v” invertida, muy aguda. El piso era de madera y crujía cuando se caminaba sobre él. El ruido que hacíamos cuando salíamos al recreo era ensordecedor. El colegio ya no existe. Fue demolido para dar paso a construcciones más modernas.
Mi colegio era mixto, osea que era para niñas y niños. En primero había varias chicas, una de las cuales me gustaba. Su nombre era o es Betty; no he vuelto a saber de ella. Pero no era el único a quien le gustaba. Mi amigo Lema (es su apellido; nunca supe su nombre) también se sentía atraído por ella. En segundo sólo habían dos chicas en nuestro salón y se sentaban juntas, en la carpeta de adelante: Betty y Ana.
Una tarde, ya en segundo de primaria, al salir de la escuela decidimos seguir a Betty, para ver dónde vivía. Seguramente que como espías nos habríamos muerto de hambre, porque ella se dio cuenta que la seguíamos. Su casa no quedaba muy lejos del colegio, a unas tres cuadras más o menos. Finalmente, volteó a la izquierda y llegando ya a su casa, pudo ver a su hermano mayor (tendría unos quince años aproximadamente), que estaba en la puerta y Betty, muy fastidiada, le hizo señas de que nosotros la estábamos siguiendo.
Al darnos cuenta que el hermano venía hacia nosotros, comenzamos a correr como nunca antes lo habíamos hecho en nuestras vidas. Lema y yo teníamos buena carrera y corrimos y corrimos por lo menos dos cuadras. Al fin, paramos y volteamos a ver si el hermano nos seguía, pero la calle estaba desierta. No había nadie. Ya más tranquilos cada uno de nosotros nos fuimos a nuestras casas. Lo que sí me llamó la atención es que la linda Betty vivía en una casa muy, muy pobre, casi era una choza. Aunque esto no nos desanimó para nada. Ella seguía gustándonos.
En otra ocasión, no recuerdo bien, debo haber estado siguiéndola nuevamente, pero en esta oportunidad estaba solo y ella no estaba yendo a su casa directamente; digamos que estaba paseando por su barrio. Lo que sí recuerdo perfectamente es que, repentinamente, Betty y otras chicas de su edad, aparecieron frente a mí; estaban muy molestas, se podía ver la cólera en sus rostros y comenzaron a pegarme, a darme golpes. Los golpes no me dolían pero yo estaba absolutamente asombrado de que ellas me hicieran eso. Era algo que no encajaba en mi cabeza; yo las imaginaba como dulces e inocentes.
Afortunadamente, ahí no más aparecieron un grupo de chicos mayores, también de mi colegio, probablemente de cuarto o quinto de primaria. Al verlos, las chicas comenzaron a correr asustadas. Los chicos les gritaban, muy molestos también y no contentos con hacerlas huir, empezaron a tirarles piedras. Al pasar a mi lado uno de ellos me dijo: “Anda a tu casa no más”.
En clase, ni Lema ni yo nunca hablamos con Betty; éramos muy tímidos. Recuerdo que una vez, cuando la maestra todavía no llegaba, nos acercamos a las chicas y hablamos con ellas, pero en realidad la que hablaba era Ana; ella era más conversadora y Betty más callada.
REFERENCIA: Ninguna.